Pregón Oficial de Fiestas pronunciado por Pedro Piedras Monroy, hoy 6 de septiembre, en la Plaza Mayor de Nava del Rey con motivo de las fiestas de 'Los Novillos, 2008'.
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PREGÓN - NOVILLOS, 2008Tras el espejo
A la memoria de mi abuela Benita
Querido pueblo de Nava,
Siguiendo la imagen de mi amigo y maestro, Enrique Gavilán, también él de origen navarrés, me siento en este momento como si hubiera traspasado el espejo y estuviera en la otra parte, en la parte de la imagen que siempre he tenido frente a mí el día 6 de septiembre, el momento culminante de mi calendario, el día en el que empiezan las fiestas de mi pueblo, la Nava, que es el lugar en el que he aprendido casi todo aquello que no se aprende de los libros y los maestros.
El otro día me encontré en La Corredera a mi amigo Mariano Benito, que cada seis de septiembre celebra además su cumpleaños, y me recordó cuantísimas veces, en la calma de la peña, entre cerveza y cerveza, su hermano Quique, él y yo bromeábamos con la idea de que alguna vez diera el pregón de las fiestas y con lo que diría... y pasábamos la noche inventando discursos más o menos delirantes y haciendo eso que tanto nos gusta a los navarreses que es “decir bobadas”, algo que sólo nosotros entendemos en sentido positivo como “pasar un buen rato contando historias divertidas que casi siempre vamos inventando sobre la marcha”. Pues bien, ahora aquellas ensoñaciones de madrugada en la zona junto a la calle Malatos o en la calleja de la Garbanza se han materializado. A ellos les digo: nos debemos una.
Agradezco (y no puede ser de otra manera) al ayuntamiento de Nava este regalo, esta invitación que, sin duda, será un recuerdo imborrable toda mi vida. En especial, lógicamente he de darle las gracias a nuestro alcalde, Cirilo, a quien desde hace muchos años me une un sincero afecto – cómo no, ligado a mi amistad con su hermana Mari Mar y a mi cariño hacia su tía Carmina, que tiene también su capítulo dentro de mi biografía –... él, Cirilo Moro, hijo de Cirilo Moro y nieto de Cirilo Moro, y yo, Pedro Piedras, hijo de Pedro Piedras y nieto de Pedro Piedras... tenemos nombres y genealogías que darían seguramente para otros Cien Años de Soledad.
También os doy las gracias a todos los que os ha alegrado esta participación mía aquí hoy y a todos los que, durante el último mes, me habéis dado vuestros ánimos para afrontar este momento.
Si uno piensa que yo soy historiador, podría pensar también que hoy voy hablar una vez más de lo relevante que es la historia pasada de la Nava. Pues no. Son muchos los historiadores que van a celebraciones como ésta a regalar los oídos de la gente con las glorias de un pasado que siempre resulta haber sido grande.
Sea la localidad que sea, siempre se dice que ésta cuenta con un ayer grandioso que justifica un hoy inmejorable. El historiador que es invitado a una fiesta parece que ha de dedicarse sólo a celebrar y que ha de huir de cualquier matiz oscuro. Tiene que buscar héroes y los héroes han de ser siempre grandes nombres; tiene que buscar grandes acontecimientos y éstos han de tener siempre relevancia nacional o internacional. Por ello, resulta ideal remontarse siempre al siglo XVI o XVII, ¡cómo no! a la Guerra de Independencia contra los franceses y, tal vez, tímidamente al XIX y su incipiente desarrollo. Aquellos tiempos parecen justificarnos. En ellos, nos sentimos mejores.
Pero la verdad es que si uno mira a cómo estábamos en los años 40, 50 y 60 del pasado siglo, creo que resulta muy difícil imaginar que, entre otras, nuestra pequeña ciudad fuera heredera de unos héroes demasiado eficaces ni de unos acontecimientos históricos demasiado beneficiosos.
Por otro lado, de los momentos grandiosos de la historia, la gente en general, y en particular, la gente humilde (es decir, en este caso, la gran mayoría de los navarreses) disfrutó poco y sí que – al igual que todos los pueblos del mundo – se vio envuelta en otros momentos terribles y tristes que, desde luego, no pueden plantearse en ninguna fiesta. Por eso, es mejor dejar de lado la historia “con mayúsculas” que, cuando se trata de celebrar, suele tapar más de lo que enseña, y acudir a otras historias, casi siempre mucho más creíbles que las hazañas históricas, casi siempre mucho más “nuestras” y en las que, sin duda, las personas comunes sí que podemos sentirnos verdaderamente heroicas.
Para hablar de esas historias me bastará hoy con acudir a mis propios recuerdos. Esos recuerdos me remiten a la Nava que viví fuera de la Nava y a la Nava que he vivido dentro de la Nava y muy especialmente en sus fiestas.
Yo no nací en la Nava ni he vivido aquí de seguido pero de aquí son mis padres y mis abuelos (todos los conocéis: Pedrín, Segunda, mi abuela Elvira, la de los caramelos, mi abuela Benita...). Si yo no nací aquí fue porque mi familia, que era (como tantas) humilde tirando a pobre, hubo de emigrar. Por ese motivo, esta noche quiero convertirme precisamente en representante de esa Nava que se vio abocada al dolor de la emigración.
Fueron miles los navarreses que tuvieron que dejar su pueblo, sobre todo en los años 50 y 60, sencillamente para salir de una situación sumamente precaria y poder vivir con más dignidad. Buena parte de nuestras madres y de nuestros padres eran pobres y sin estudios. ¡Menudo rédito tuvieron del glorioso pasado! Nuestras madres (¡Ésas sí que fueron heroínas!) se fueron a servir, con 14, con 15, con 16 años... trabajaban todo el día, todos – o casi todos – los días, y nuestros padres se fueron a trabajar de peones, de mineros, de obreros...
Del mismo modo que hoy ocurre con búlgaros, peruanos, rumanos, marroquíes, ecuatorianos, senegaleses o colombianos, los navarreses emigraron y pasaron muchas dificultades. Empezaron viviendo “de patrona”, unos llamaban a otros, algunos luego se iban a vivir por su cuenta a un piso y, claro, en pisos pequeños acababan viviendo parejas, hermanos, primos, tíos, abuelos... y de ahí, poco a poco, se fueron repartiendo y, poco a poco, se fueron haciendo hueco en sociedades muy distintas a la que dejaban atrás pero donde pese a ser diferentes no les trataron mal.
De todas formas, aunque te traten bien en el lugar de acogida, un ambiente distinto al tuyo tiene siempre algo de hostil. Por eso, los navarreses fuera de la Nava trataban de formar una piña y vivían en contacto constante entre sí y en contacto constante con el propio pueblo de la Nava. Salían casi siempre juntos, en cuadrillas grandes que a más de uno le meterían miedo, pues todos eran tan jóvenes, tan morenos, tan fuertes... Y, no obstante, fueron capaces de superar todos los obstáculos y de saber seguir siendo navarreses fuera de la Nava... demostrando por todas partes que, por lo general, los navarreses somos gente honesta y trabajadora.
En ese medio nací yo. En mi infancia yo también fui un niño rumano o búlgaro o peruano..., es decir, fui un niño navarrés... y esa infancia fue maravillosa... Mi infancia la pasé entre centenares de navarreses que vivían en El Valle, el pueblo donde yo nací y viví 25 años... en Portugalete, Urioste, Santurce, Ugarte, Basauri, Sestao, Erandio, Ortuella, Barakaldo, Zorroza, Luchana... Estoy seguro de que de cada uno de esos lugares hay hoy gente aquí... naturalmente también los habrá de Guipúzcoa, Vitoria, Logroño, Navarra, Madrid, Asturias... ¡cómo no, de Valladolid! Pero también de Francia o de Alemania...
En todo caso, me siento sobre todo muy afortunado porque de toda la diáspora navarresa, de niño, tuve ocasión de vivir algo tan especial como irrepetible, un momento de la vida de este pueblo que se desarrolló fuera de él. Estoy seguro de que para cualquiera de los navarreses que estuvieron o siguen estando en Vizcaya, hay un lugar que permanecerá para siempre en su memoria; ese lugar se llamaba la Calva.
La Calva fue, en realidad, la primera Nava que yo conocí... una Nava a la que sólo le faltaba la torre y la Concepción... La Calva era un rellano en el monte que subía hacia los pueblos de La Reineta y La Arboleda, en el Valle de Trápaga, donde la gente de un remoto pueblo de Valladolid tenía una caseta (la chabola) en la que guardaban unos tubos y unos extraños codos de madera con los que jugaban a un deporte singular, llamado calva. En la chabola también se guardaban mesas en las que las gentes de aquel pueblo se pegaban unas comidas y unas meriendas tremendas. En la Calva, los niños jugábamos a los vaqueros por el monte, mientras los padres jugaban a ese deporte tan extraño y las madres hacían punto o charlaban. No había casi teléfonos y no se viajaba con frecuencia, pero siempre venían e iban noticias a la Nava en un tiempo increíble. Todo el mundo estaba al día de bautizos y defunciones. Leer el Pico Zarcero era – claro – casi obligatorio...
Cómo no hablar de aquella gente que iba a la Calva y que tanto ha querido a este pueblo, gente que desde luego a mí me conmueve muchísimo más que cualquier Carlos I, Felipe II o Alfonso XII: Benito Piñón, Dolores, Demetrio, Rosario, Colas, Petra, Maruja, Perico, Gonzalo, el señor Facio, Eladio, Canuto, Pedrín, Segunda, mi tío Juan Antonio, Goyo, Pili, Bencho, Tinín, Turi, Andrés, Tito, Valentín Picante, Julia, Alberto,... y sus hijos, entre los que hoy seguro que hay algunos por aquí: Loren, Justo – que hace poco nos ha dejado trágicamente –, mi hermana Elvira, Javi, Mariano, Jesus, Tere, Benitín, Carmina, Flores, Noni, Toñín, Martinchu, Mari Pili, Periquín... en fin, como faltan muchos por culpa de mi memoria, seguro que la lista puede ir completándose a lo largo de esta noche.
Podéis creerme que con este recuerdo ante vosotros, este día, considero saldada una deuda de gratitud con todos ellos.
En todo caso, después de vivir diez meses en la Nava imaginaria de la distancia, en esa Nava virtual que era la Calva, venía el verano y, con él, el encuentro con el objeto de deseo.
Ya sabéis que, cuando no había medios de transporte tan desarrollados, los caminos llevaban más lejos. Ir a la Nava en tren o en coche era un verdadero viaje. Apretados en la parte trasera del 850 de mi padre, mi hermana Elvira y yo, bajo un sol de justicia, nos pasábamos 7 u 8 interminables horas (dependiendo de la retención que hubiera en Burgos)... pero al final del trayecto, tras pasar unas colinas empezaba a verse la Concepción y un piquito de la torre, que casi parecía un espejismo en medio del desierto de rastrojos. Así empezaba el verano.
Hasta los 15 años, que fue cuando hice mi primera peña, el verano era sobre todo piscina (bueno, antes de existir la piscina actual íbamos alguna vez a la cárcava – con aquella agua helada – y a la balsa de Modesto Moro – con aquella flora y fauna tan abundante), eran también charlas con mis abuelos, con mi tío Ángel, en la calle Las Monjas... eran las pandas de la calle Pastores, los buenos ratos en el corral de mi tío Balbino y mi tía Kiska con Mila, con Perico, con Andrés.. eran también algunos días con mis primos de Villaverde...
Pero lo importante de verdad, lo que daba el tono a todas las vacaciones eran las fiestas. Si jamás dejé una asignatura para septiembre fue porque ello habría significado quedarme sin ver los toros. Y eso, como seguro entenderán mi joven amigo Íñigo y mi sobrino Aitor, no me lo podía permitir.
En realidad, en Nava, el hecho de que las fiestas vengan al final del verano y justo antes del curso escolar, hace que todo se haga en función de ellas; es decir, el verano no es otra cosa que un prepararse para las fiestas... y, en mayor medida, cuando llegas a la edad de hacer peña.
Así que para mí llegaron los 15 años y yo veía ya a mi hermana, de 20, que iba con la gente de Los Celtas y se lo pasaba bomba... entonces me di cuenta de que había llegado mi hora. Desde esos 15 años, por tanto, el verano se convirtió, ante todo, en un período en el que había que preparar la peña y había que preparase psicológicamente para las fiestas.
Todas las fiestas sirven para organizar el tiempo. En estos días del 6 al 10 de septiembre siempre se da – con muy leves cambios – una casi idéntica ordenación del tiempo. Los mismos actos comunitarios han de ocurrir en un día muy preciso y a una hora muy precisa. Todos sabemos cuándo son los cabezudos y cuándo el encierro campero... todos sabemos cuándo se comen pelusas en el ayuntamiento... todos sabemos cuándo es la noche de las vacas... etc., etc., El tiempo de las fiestas se convierte en un tiempo sagrado, porque está al margen del tiempo ordinario. El 3 de octubre o el 23 de junio no le dirán nada a un navarrés, pero el 7 o el 9 de septiembre, sí. En esos días, hay unos actos y uno ha de participar en ellos. Los que vais a tener experiencias importantes estos días – sobre todo los jóvenes –, pensad que casi todos los navarreses las han tenido esos días... por ello, somos una comunidad.
Es por eso, que aquél que siente este pueblo y esta comunidad lo pasa mal si en estos días se encuentra lejos, pues le será muy difícil adaptarse a otro espacio y otro ritmo que no sea el que marca el discurrir de las fiestas. La mente del que estos días está lejos no podrá estar tranquila y a cada minuto recordará lo que está pasando en su pueblo de forma inexorable. Eso no le ocurrirá al que viva, por ejemplo, en una ciudad como en la que vivo yo durante el año, que cambia las fechas de sus fiestas para procurarse una mejor climatología... allí las fiestas patronales no generarán ningún vínculo comunitario.
No obstante, de forma paradójica, la tiranía del tiempo sagrado de las fiestas contrasta con la experiencia de suma libertad que las fiestas representan sobre todo para los más jóvenes. En mi caso, permanece de forma imborrable la primera vez que no volví a casa a dormir. Una vez más, me ocurrió a los 15 años.
Después de QE2, mi primera peña, vino El Pendón de Castilla, La Huerta, La Nava Tropical... En todas ellas pude vivir momentos y situaciones inefables asociados a nombres que me remiten a lo más feliz de mi pasado: María, Pedro, Juani, Chus, Carlos, Santi, Alfonso, Rosalía, Zapa, Juan, Regu, Inda... y, cómo no, Mariano y Quique.
Puedo decir que la experiencia de las peñas la viví siempre muy intensamente y no sólo en las mías; un verano, por ejemplo, pasé una temporada maravillosa en la mítica peña de Ramón Garapiña, Flores Zapatilla, Meco, el señor Juan y compañía pintando unos murales que todavía pueden verse en el local de la calle Barrionuevo aunque algunos fueran retocados por un conocido pintor navarrés...
Y, cómo no, también fui Tío Maragato (un poco de segunda fila... pero con un nivel de disfrute inenarrable). Mis dos modelos de tío Maragato fueron sin duda Cirilo Moro y Ángel Gorines. Cada uno, un estilo: Cirilo, representó siempre para mí la parte más seria y más precisa de este juego: su Maragato era el implacable Maragato “canónico”, el ideal-tipo del Maragato; Gorines, en cambio, era el caos organizado, la cosa más irreverente, más transgresora y más divertida que posiblemente haya visto nunca en un Maragato. Yo... me limitaba a hacer lo que podía.
Todas estas cosas de las que he hablado y otras muchas, hacen que Nava sea mi afinidad electiva, el lugar al que siempre vuelvo y el lugar al que pertenezco porque en él me conocen y me quieren; Nava es el lugar donde siempre encuentro un sentido.
Y como coda de mi discurso, me aplicaré un adagio que, según mi madre, solía repetir mi abuela Benita pero que quizá me resulte más aplicable a mí, pues la mujer apenas se movió de la Nava [a mi abuela Benita – que es quien se asoma inesperadamente al final de mis palabras y a quien se las dedico – todavía habrá mucha gente aquí que la recuerde pues murió un 8 de diciembre, dando vivas a la Virgen]... decía que, al final de mi discurso, me aplicaré una coletilla que acostumbraba a decir mi abuela Benita y que seguro que muchos conocéis:
He corrido Rusia y Prusia
Y parte de Alemania
Y he venido a caer
En el mejor rincón de España
Que... es la Nava.
En fin... muchas gracias a todos por haberme tenido aquí hoy y por haberme escuchado. Ya sólo queda ponerme mi sombrero y gritar con vosotros:
¡Vivan los novillos del 2008!
¡Viva la Nava!
¡Viva la Nava!
¡Viva la Nava!
Pedro Piedras, Nava del Rey, 6 de septiembre de 2008Pedro Andrés Piedras Monroy[Doctor en Historia por la Univ. de Santiago de Compostela]
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